“Futbol Rustico”

abril 26, 2012

El mundo tenía los límites del fútbol. Se jugaba y se peleaba enmarcados por la destreza y por la rivalidad. No todo era ideal: algunas narices rotas recuerdan que imperaba la ley del más fuerte. Una cualidad –pase en profundidad, arquero ataja penales– era necesaria para hacerse respetar.

Nací en el setenta y nueve en un hospital militar. Día de Santa Rosa. A los chicos se les ponía Mario Alberto hasta que se los llamó Diego Armando y hasta que se los llamó Ariel Arnaldo: después de ahí, no conozco a nadie. Crecí pegado a la calle Tomkinson –esa línea que divide San Isidro de Beccar que es como un curso intensivo de sociología– y fui usurpador de campitos hasta que tuve edad de patrullero. Todo lo que sé como escritor lo aprendí ahí.

El colegio me regaló cuatro amigos con los que conformamos un equipo de fútbol; el aula también nos manchó con quienes serían nuestros rivales hasta el final del uso de guardapolvo. Ellos tenían entrenamiento de club desde que hubo número de botines que los padres pudieran calzarles. Eran buenos amigos entre sí y estudiantes responsables.

Yo tenía un equipo de vagos que no podía dejar de hablar en clases y que no había manera de que te pasaran una pelota en la plaza de enfrente, la del exhibicionista de sobretodo. Así la conocíamos: como la plaza del exhibicionista . En esa plaza éramos visitantes de nuestros rivales. Una calle era Don Bosco; la otra, la paralela, Jacinto Díaz; las otras, ni idea. Todo era más lindo que en algún lado y más feo que en otros.

Para ellos, correr ahí contra nosotros era parte de su entrenamiento; para nosotros, como ir a terapia, aunque no sabíamos ni teníamos idea de lo que era una terapia . Y por más que el heladero de enfrente nos amenazaba con regalarnos un cucurucho a cada uno si alguna vez veía que les ganábamos, nosotros seguíamos en eso por razones más prácticas: dormir sin dar vueltas en la cama.

Jugábamos a la tarde, para enfurecer la siesta . Con los árboles como postes, el camino de baldosas como laterales, el observador ocasional como referí determinante y sin áreas ni mitad de la cancha precisadas, armamos una rivalidad curiosa: nunca le ganamos un solo partido en siete años de escuela primaria. Ni siquiera estuvimos cerca. Si alguna vez les metimos tres goles, ellos nos metieron cuarenta. Si queríamos perder por menos de veinte, nos metíamos abajo del arco y dejábamos el suyo como una falsa idea , parecida al héroe del centro de la plaza.

En el barrio, lejos de esa escuela, había que tener otra organización. Una, andar siempre en grupo. La jauría propia: se sabe –lo aprendí de un paseador– que los perros aprenden cosas en jauría que de otro modo no podrían. Dos, inventarse una cualidad dentro de la cancha: crucial. Podías ser el del pase en profundidad, el arquero ataja penales o el tipo con cara de buen pibe que podía hacer palmas en lo del vecino más cercano para pedir agua o la pelota de vuelta.

Por último, la regla fundacional. Que jugar a la pelota no es fútbol . Las reglas del fútbol no corren para los campitos. Porque tampoco era jugar: teníamos la seriedad del profesional, pero a cambio de nada.

La pelota en el campito trataba de ser flexible, no esquemática: jamás se seguía contando los goles si un equipo iba diez arriba. Y la idea de equipo, también, se discutía: si un equipo era mucho mejor, y el otro un desastre, entonces se cambiaba todo lo que se había pensado. Sencillamente, se rearmaban. Lo lindo de todo, lo que lo hacía emocionante, era que fuera siempre parejo.

Todos eran árbitros del otro y de uno mismo. Si no lo entendías, te ibas. Había que entender a cada quien incluso antes de saber su nombre: cualquier movimiento podía generar un malentendido ; cualquier malentendido podía terminar con una cara sobre la tierra escupiendo dientes.

Porque esa era otra forma. Una de las tantas. Las formas, también, son reglas. Si había falta total de formas, si había más patadas que intención de jugar, entonces estaba eso, la otra: el boxeo. Los habilidosos no peleaban. Cuando el habilidoso caía más de lo normal, otro debía salir en su defensa. A veces mano a mano, a veces guiso . Tirar una piedra se pagaba caro.

La penicilina, igual, era tirar una pared. Todas las broncas se terminaban ahí. Lo que pasaba en el campito, moría en el campito. Ahí aprendí, gracias a la falta de arcos y líneas de cal para los laterales y redes para detener la pelota en el gol, que lo mejor que podíamos hacer era dejar todo así, sin elementos que decidan cómo fue la jugada y dónde terminó: el relato de lo sucedido era mejor si lo decidíamos entre todos.

Tal vez no se había clavado en un ángulo. Tal vez ni siquiera había sido gol. El relato era tan importante como la jugada original. Y había grandes relatores (¿habrá empezado ahí mi vocación de escritor?).

Había literatura . Una chilena era heroica; un caño, un nudo complejo de la trama. Una triple pared, la parte emotiva: la que le ponía el título a la tarde.

Cuando el primer potrero se puso competitivo –cuando por fin hubo un par de pibes que podían ser llevados al deporte, al fútbol de verdad–, lo encontramos cerrado: alambrado. El motivo: una chica había sido violada en el pastizal cercano a la calle Avellaneda. Pero lo cierto es que los vecinos estaban cansados de las macumbas que se juntaban. Los sacrificios de gallinas. Las cabezas de gato.

Seguimos con lo que había. Pero el campito tenía algo que el partido de plaza no: todavía se elegía.

Cada partido, pan y queso . Nunca jugabas dos veces seguidas con la misma gente. Eras vos cada vez. Y él, él. Y aquel y el otro se podían transformar en los tuyos o en los suyos.

La idea del yo quedaba torcida en ese lugar. No había propiedad de nada.

Todo era comunitario.

Sentir afinidad por cierta combinación de jugadores no te hacía dueño. Inevitablemente, se mantenía la lógica en el orden de elección: siempre me elegían antepenúltimo. Por el carácter, claro. Cierta tendencia a los gritos que volvía loco a todo el mundo.

Anteúltimo elegían a mi amigo Patricio, así que nunca, por suerte, jugábamos juntos: no había diferencia entre él y la sombra del árbol comido por las termitas. Era malo de verdad e inmune a los insultos. Estaba preparado para la política.

La última opción era Silvio, mi vecino de enfrente con problemas motrices. Iba al arco, lo que era como tener tres postes, decían. Un día se murió y no nos permitieron ir a su velatorio. Los padres argumentaron que a él no le habría gustado vernos allí. Tiempo después, fueron presos . Silvio no se había patinado y caído a la calle. Nunca supe los detalles más que por el ministerio del chisme.

Una de las pocas cosas que sé es que la pelota es una religión y yo la aprendí en el potrero. Religión porque, sobre todo, nos mantenía a salvo de muchas dudas que era mejor evitarlas por un rato, una forma de no enterarnos de ciertas cosas como las de Silvio hasta que se hacía inevitable. Entendí al paseador: nos tenían miedo porque, en jauría, nos potenciábamos.

Tampoco había vocaciones. Tenías que jurar que todo lo que te importaba era patear esa pelota . No era mucho pedir. Ahí nadie sabía dibujar ni soldar ni curar personas. El único que curaba algo era yo que sacaba de las rodillas los vidrios y los alambrecitos clavados.

Allí, entre los desperdicios, lloramos juntos la final del noventa contra Alemania. Y al final de la primaria, para que nos quebráramos, nos pusieron la canción oficial del mundial en el patio: y nos quebramos, qué no.

A mí, por rubio, me decían Klinsmann, goleador alemán de entonces, así que tuve que pelearme con uno, Fernando, que no toleró nada relativo por un par de partidos de campito. Le rompí la nariz y todavía siento culpa.

Cuando lo crucé en la calle mucho después y me abrazó, ni siquiera se comentó aquel incidente. Es carpintero y su especialidad son las sillas. Está casado con el hijo del quiosquero . Fui a su casamiento y pensé que podría encontrarme con alguno de los pibes de entonces, pero me dijo que sólo yo le había contestado la invitación.

Tal vez a los otros les pesaba el recuerdo de haberse abrazado a cada gol con el maricón del barrio.

Pero entre días de campito pasó que de la noche a la mañana alguien dijo pádel y todos empezaron a decir pádel.

Tres de cada diez palabras era pádel . Así funciona el mundo, al fin y al cabo: por repetición. Y a veces no funciona por lo mismo.

Donde había estaciones de servicio, pusieron canchas. La de Rolón, que parecía un triángulo y entonces le pusieron “El triángulo”. Pancho, el del taller de motos de enfrente a eso, logró juntar pibes y hacer que las canchas fueran más un club que una empresa. En la esquina de las putas, la de la concesionaria de autos, también sobre Rolón y a una cuadra de “El triángulo”, pusieron dos. A la mañana, sin excepción, aparecían forros usados colgados de la red.

Todos los pibes del campito nos lanzamos a las canchas de pádel pidiendo jugar gratis a cambio de barrerles las canchas, destaparles las canaletas de hojas y los baños de mierda. Al principio teníamos que esperar por horas hasta que nos dejaban una cancha libre por unos pocos minutos. Todos nos llamaban los pendejos, y si los clientes necesitaban que reemplazaras a algún faltante, te decían metete, pendejo. No podías hacer puntos vistosos porque siempre alguien se ponía furioso . Si cometían algún error, te miraban igual. Y perder era tu culpa y ganar era del que pagaba.

Éramos muy útiles, lo sé.

La gente iba a jugar como terapia, mientras que nosotros íbamos a entrenar . Como nosotros en la plaza de la escuela, pero en espejo.

Esperando jugar, aprendimos a boxear. Nos relacionamos, también, con aquello de lo que carecía el campito: adultos. Nos habíamos comprado paletas con el esfuerzo de nuestros padres y zapatillas especiales gracias a repartir volantes para lavaderos de autos en problemas. Se incorporaron gordos que a la pelota no se acercaban pero al pádel la rompían.

Yo entrenaba con Juan, uno rapidísimo. Ganamos unos cuantos torneos. En uno me dieron una batería de auto que vendí casi gratis. En otro, un juego de sábanas y un rascador de espaldas.

Estaba dando réditos. En uno en el que terminamos segundos nos quedaron debiendo un par de medias y unas ojotas . Hasta salimos en una revista de pádel de la juventud cristiana. Después, Juan empezó a trabajar con el padre en construcción. Perdimos contacto.

Terminando la primaria, volvimos un rato al campito. Algunos ya se vestían con jean porque se habían pasado de edad, y fumaban antes y después y entremedio, pero les daban confianza a otros más chicos que iban perdiendo la fe en el campito . La jerarquía –se notaba– no se ganaba infundiendo terror.

Yo también estaba perdiendo la fe más allá de esas fronteras. Hasta que sucedió el milagro.

Canción del mundial noventa, maestro, por favor.

Mi equipo de la escuela, yo y los cuatro flojos: ya cansados de ser humillados a la salida. Nuestros rivales seguían usándonos como a muñecos. Un día nos juntamos los cinco a plantear un partido despedida y a otra cosa. Basta. Mañana, dijimos.

Fui a casa, mamá me dijo que habían empezado a construir algo en el campito nuevo. Puteé. Pero me reí cuando me desperté pensando en qué harían esos pibes de la plaza cuando se quedaran sin la seguridad de nuestras derrotas diarias. Por la tarde, entonces, jugamos el partido final. Y no ganamos, claro. Eso hubiera hecho relinchar al caballo del centro.

Eso sí: empatamos. Seis a seis.

No habíamos entrenado en clubes, pero estuvimos dando vueltas y aprendiendo cosas. Empatar una vez era ganarles toda la historia, robarles el fondo de comercio. Queríamos decirles que no se preocuparan, que era la excepción, no la regla: pero nada los calmaba.

Nos acusaron de tramposos y hubo pelea. También hubo una nariz rota sin intención de repetir la otra. La nariz se curaba en un par de semanas; dejar de insultar por cualquier cosa llevaba más tiempo.

El heladero nos ofreció el premio que nos había prometido años atrás. Pero estábamos exaltados y honestos y dijimos que no porque no habíamos ganado. Nos dejó el ofrecimiento abierto, tal vez cuando entendiéramos que sí. No volvimos a vernos. Pero sé que uno de ellos fue padre el año pasado y no hace falta decir qué nombre le puso.

Finaliza el 2011 y estamos de fiesta

diciembre 11, 2011

Excelente  asado , el dia y los atorrantes que participaron en la joda

El Mago Ukraniano durante el rodaje de Supernacho

septiembre 26, 2011

Bienvenida Primavera

agosto 24, 2011

 

  VERDADERO O FALSO


Vamos al recital de Roger Waters

agosto 24, 2011


River hasta la «B»uelta…

junio 29, 2011

 


«OJO» que nos estan cerrando el porton

junio 4, 2011

Hace ya unos meses,  anduve de vacaciones por la provincia de cordoba
y fui invitado a visitar una finca propiedad de un paisano alemán del Volga donde elaboraban jamones caseros. Al pasar por un chiquero, me llamó la atención el porte de una chancha amamantando a unos cuantos lechones.
Para salir de la curiosidad, le pregunté al hijo del patrón que me estaba atendiendo de qué raza eran esos chanchos. - Son de raza “argentina”…
Pero espere que lo llamo a mi padre, que a él le va a gustar contar la historia
Por la puerta de la cocina emergió don Helmut, un gigante de cabellos blancos que se desplazaba dificultosamente asistido por un bastón de 3 patas y me invitó a sentarme a la mesa de la galería donde estaba un enorme botellón de alcohol de nuez de no menos de 60 º. -¿Ud. sabe como se cazan los chanchos salvajes del monte?- me espetó el paisano sin más trámite, mientras me servía un vasito chato de ese brebaje.- Bueno, creo que los perros
“los paran” y un fusil que los sacrifica. – le contesté  prudentemente, presintiendo que la historia venía por otro lado y que el viejo sabía más que yo…- En este caso, no es así. -me dijo don Helmut y prosiguió:
– Y cuando le diga cómo los cazo yo, Ud. va a poder entender porqué se los llama de raza “argentina” y si es un hombre inteligente, podrá sacar algunas conclusiones acerca de por qué a los argentinos les va como les va.
En el fondo de la finca, detrás de aquella cortina de álamos que Ud. ve,y hasta la costa del río, hay un monte inculto y sin trabajar.
Dentro de ese cuadro, suele haber chanchos salvajes del monte.                    Para cazarlos hay que comenzar por buscar un manchón sin matorrales
y tirar un poco de maíz en el piso.Cuando los chanchos lo descubren,van a comer todos los días, y Ud. solo tiene que reponerles diariamente la ración. Una vez acostumbrados, construye una cerca en uno de los lados del sitio
y les sigue poniendo alimento.
Por unos días van a desconfiar, pero después terminan por volver.
Entonces se hace otra cerca
a continuación de la anterior,  y les sigue poniendo comida hasta que dejen de dudar y regresan a comer.Y así sucesivamente, hasta que casi cierra los cuatro lados y solo deja una abertura para un portón.
Ya para entonces se han acostumbrado al maíz fácil, le han perdido el miedo a los cercos y entran y salen casi con naturalidad…                                                      Un día va y coloca el portón,lo deja abierto y sigue poniendo maíz, hasta que encuentra la piara comiendo, entonces le cierra la puerta.
Al principio empiezan a correr en círculos como locos, pero ya están sometidos. Muy pronto se tranquilizan y vuelven al alimento fácil que ya se olvidaron de buscar por si mismos, y aceptan la esclavitud.                              Uds. los argentinos no se dan cuenta que estos gobiernos populares y demagógicos que tienen,  proceden de la misma manera que yo con los chanchos… Les tiran maíz gratis disfrazado de programas de ayuda, planes sociales, empleos públicos, cargos políticos, sueldos para ñoquis, subsidios para cualquier cosa, leyes proteccionistas, sobornos electorales…
Todo a costa del sacrificio de las libertades que les van confiscando migaja a migaja…Y los argentinos no se dan cuenta que no existe la comida gratis, y que no es posible que alguien preste un servicio más barato que el que uno mismo hace.
¿Acaso no ven que toda esa maravillosa “ayuda” que reparte el gobierno,
lo hace con los poderes que el pueblo permite que se arroguen, para depredar las libertades y los bienes de la gente que trabaja y que produce?                ¿Pero cómo pueden vivir en un paraíso y tratar a toda costa de convertirlo en un infierno…?
¿Cómo pueden crear constancia cívica, si los políticos forman cuadros de Borocotó…?¡¡¡Sigan así – no más -, y que Dios los ayude cuando les cierren el portón!!! Don Helmut se mandó lo que quedaba del cuarto vasito de un solo trago, me saludo y se fue rengueando por la puerta de la cocina. Y yo, mareado por el alcohol y apabullado por la verdad, saludé al hijo y me volví rumiando bronca por el polvoriento camino de regreso a casa…         CUIDADO
¡ QUE NOS ESTAN CERRANDO EL PORTÓN!

LA FOTO DE LA SEMANA

May 5, 2011

NATALIA Y EL DIEGO DE LA GENTE » APLAUSOS»

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abril 29, 2011

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El dia que Willy se convirtio en erra penales

abril 26, 2011

Willy ¿ESTAS FELIZ ? Que dios te juzgue

En el día de la fecha, vamos a realizar una edición especial fotográfica basada en nuestro amigo y compañero Willy Aredes el “erra-penales”, el “levanta pasto”, el “destruye-ilusiones” Willy y su habilidad para fallar penales.

Recuerden que las fotos se ven mas grandes si las clikean.

Acá se puede observar a Willy realizando lo q mas le gusta hacer, su hobbie, su pasión, su fuerte: errar penales. Aredes comento “uds bardean, pero porque no les sale errar así, es envidia. Hay q tener calidad para errarlos tan bien, son años de experiencia”. Coincidimos.

En esta fotografía podemos ver , como mencionamos en ediciones anteriores,a la pareja de Aredes , de sexualidad dudosa. Como millones de personas, lamentándose por otro penal fallado por Willy. “ Me quiero cortar la verga” se le escucho decir al ver como fallaba el jugador, aclarando todo tipo de dudas sobre su sexualidad.

Acá se muestra a la abuela de Aredes, devastada, incrédula, avergonzada al ver como su nieto fallaba un nuevo penal. “Willy tiene mas penales errados que yo años de edad. De herencia le voy a dejar un tampón usado, como mucho” dijo enfurecida la abuela de nuestro ídolo

Luego de ver que Willy fallaba tanto, Juan Gamuza Perez, un arquero discapacitado de 58 años de edad, lo desafió con una apuesta: si le metía un penal se ganaba $2mil, si fallaba, no podía traer mas jugadores profesionales de 25 años oriundos de barrios limítrofes  para formar su equipo y divertirse a costilla de los demas. Como era de esperarse, Willy falló el penal

Luego del episodio del discapacitado, Willy Aredes se convirtió en el hazmerreír del mundo futbolístico. El diario Ole tituló: “No le mete un gol ni al arcoiris”. Willy, indignado, quiso demostrar lo contrario. Espero hasta que en un día de tormenta se formara un arco iris, llamó a la prensa y se dispuso a cerrarle la boca a todo un país. Pero lo que era de esperarse, sucedió:

Willy Aredes, record mundial de penales fallados. El equipo no te banca mas retirate hacele un favor al futbol
Con mucho cariño y besos en la pantorrilla:

Los muchachos de la hinchada te estan buscando Willy